Kokedama, una técnica japonesa muy antigua
Hoy tenemos un día lluvioso y oscuro. El musgo que crece en las umbrías y los barrancos, entre los viejos muros de piedra de los senderos, rezuma calma y antigüedad. Las plantas briofitas, entre las que se encuentran los musgos que embellecen los rincones de los bosques, fueron las primeras colonias vegetales que aseguraron el paso a la vida terrestre hace unos 450 millones de años. En el mundo contemporáneo, debido a la fragmentación del paisaje y la actividad humana, ocupan hábitats muy frágiles, dependientes de un alto grado de humedad, que debemos respetar y preservar. Algunos musgos, especialmente en los ecosistemas mediterráneos, tienen la capacidad de permanecer desecados durante el verano, adheridos a las rocas y los gruesos troncos y las raíces de los árboles, para volver a hidratarse con las primeras lluvias.
Aunque en ocasiones tratamos a estas plantas primitivas como una mala hierba que nace en lugares no deseados, como el césped y los empedrados de las calles, también podemos favorecer su presencia como elemento decorativo, incluso cultivarlo a pesar de las dificultades que entraña. El musgo de los jardines japoneses, esencial en técnicas tan populares como los bonsais y los kokedamas, no deja de ser un elemento cuya obtención y mantenimiento en óptimas condiciones entraña ciertas dificultades, especialmente durante los meses de sequía estival, cuando la humedad ambiental es escasa.
Desde que comenzamos a trabajar con los kokedamas, hemos ido experimentado diversas técnicas de cultivo, tanto en los procesos de formación de las bolas como en los materiales empleados. Conocedores de nuestra infidelidad hacia una tradición artesanal que cuenta ya más de 500 años, hemos pretendido crear formas que se adapten mejor a nuestra climatología o al ambiente generalmente seco del interior de los edificios. Claro que, para ser justos, no podemos llamar kokedamas a las formas que hemos desarrollado: es necesario inventar también una nueva nomenclatura.
Waradamas: cambiamos el musgo por la paja
Quizás los jardineros japoneses consideren nuestro trabajo una degradación de su técnica centenaria, pero nosotros preferimos pensar que hemos mantenido la esencia del kokedama: recrear un hábitat natural, ya sea en un rincón del jardín, un patio o en el interior de una habitación, mediante una forma esférica cuya superficie, al contrario que las macetas ordinarias, se encuentra completamente expuesta al aire y los elementos pero también disponible para el disfrute de nuestros sentidos, especialmente la vista y el tacto.
La transcripción fonética de «paja» en japonés es wara, que en este caso viene a sustituir a koke (musgo), pero se mantiene la misma terminación: dama, transcripción de la palabra «bola». Ciertamente, no sabemos nada de japonés y no podemos estar seguros de que nuestro atrevimiento guarde una mínima corrección. La ignorancia, como la belleza, es osada.
Al igual que con los kokedamas convencionales, podemos depositar la bola recubierta de paja sobre un plato, un trozo de madera erosionada, una losa de piedra o suspender la planta en el aire mediante las mismas cuerdas que empleamos en su elaboración. La elección depende en gran medida de factores estéticos, como el hábito colgante o el crecimiento más o menos erecto de cada planta, pero también de las necesidades hídricas: somos conscientes de que, al colgar las plantas, no solamente el sustrato drenará y se secará con mayor rapidez, precisando una mayor atención en cuanto al riego, sino que la propia superficie de la bola también se deshidratará si no somos capaces de mantener cierta humedad necesaria. Esta dificultad se verá atenuada si sustituimos el musgo por otros materiales vegetales, como las hojas secas de algunas gramíneas, cuya resistencia y elasticidad se presta perfectamente a la sujeción de bolas, obteniendo con ello una gran durabilidad y resistencia en nuestro trabajo. De manera particular, hemos trabajado con hojas secas de Festuca glauca, con las que se puede formar un entrelazado de apariencia ligera y suavidad en el tacto, y con las recias hojas de la limonaria o caña de limón (Cymbopogon citratus) que, además de su buena consistencia, mantienen durante un tiempo su carácter aromático.
Comenzamos a usar la paja y a dar forma a nuestros waradamas a partir de que elaboramos los primeros kokedamas con plantas suculentas. En aquel momento nos percatamos de que, aún tratándose de especies que toleraban o preferían la luz indirecta (como ciertos cactus epifitos o algunos Plectranthus que suelen cultivarse en interior), en un importante número de especies existía una contradicción en el grado de hidratación óptima que precisaba, por una parte, el musgo de la superficie y, por otra, el sustrato en el que vivían las raíces de las plantas. Las hojas secas no requerían ser pulverizadas ni la misma frecuencia de riego. También hicimos algunos kokedamas con musgo liofilizado o preservado. De una u otra manera, el empleo de materiales inertes, aunque orgánicos, constituye una traición a la idea japonesa de llevar un fragmento de bosque vivo al interior de nuestra vida cotidiana. Hemos de decir en nuestra defensa que el hecho de manejar materiales de nuestro entorno más inmediato (en nuestro caso, las propias plantas que cultivamos en el vivero) ha supuesto también una manera más respetuosa de interpretar la técnica japonesa, no exenta de un particular encanto.
J. J. Cabezalí